Ricœur, Paul
Filósofo francés nacido el 27 de febrero de 1913 en Valence (Dróme, Francia). Huérfano de madre al poco de su nacimiento, y de padre, dos años después, en la batalla de Marne (1915), fue acogido por sus abuelos en Britania. Estudió y se licenció en filosofía en Rennes (1933), catedrático de Historia de la Filosofía en Estrasburgo y de Filosofía General en la Sorbona. Profesor y decano en Nanterre (1966-1970).
Su obra es una filosofía de la voluntad, que va de una fisiología del querer en Le volontaire et l’involuntaire (Lo voluntario y lo involuntario, 1950), a una ética y hasta una metafísica del querer en Finitude et culpabilité (Finitud y culpabilidad, 1960).
Su contribución más importante sigue siendo su confrontación con el psicoanálisis y su reflexión de fenomenólogo sobre Freud. En 1965, apareció De l’interpretation. Essai sur Freud (De la interpretación. Ensayo sobre Freud) en el que, enfrentándose al problema del símbolo toma a Freud como ejemplo. Concebía entonces el psicoanálisis como una especie de ascesis de la reflexión filosófica que le permitía eliminar las ilusiones de la conciencia. Freud fue igualmente un maestro de la acción, en la medida en que enseñó una especie de educación perpetua en la realidad. Lacan y su círculo hicieron lo posible para ridiculizarlo, tachándole de espiritualista. Fruto de estas agrias polémicas es Le conflit des intérprétations (El conflicto de las interpretaciones, 1969) que reúne unos ensayos hermenéuticos, en realidad realizados durante diez años, dio posiblemente el panorama más vasto y más exacto de su pensamiento. Y, en primer lugar, la filiación con respecto a Heidegger y a Husserl, gracias a los que el problema de la comprensión y del conocimiento histórico dejó de ser una simple cuestión de método para convertirse en un problema ontológico: “La cuestión de la historicidad ya no es la del conocimiento histórico concebido como método; ésta designa la manera en que lo existente “está con” los existentes; la comprensión más la réplica de las ciencias del espíritu a la explicación naturalista; se refiere a una manera de estar junto al ser, un estar previo al encuentro de estados particulares. A la vez, el poder de la vida para distanciarse libremente con respecto a ella misma, para trascender, se convierte en una estructura del ser finito. Si el historiador puede medirse con la cosa misma, igualarse a lo conocido, es porque él y su objeto son ambos históricos. La explicación de este carácter histórico es previa a toda metodología. Lo que era un hito para la ciencia —saber la historicidad del ser— se convierte en una constitución del ser. Lo que era una paradoja —saber la pertenencia del intérprete con respeto a su objeto— se convierte en un rasgo ontológico.
De este modo, a partir de allí, Ricoeur definió su propio pensamiento, su propia hermenéutica: “Queda en el aire una dilucidación simplemente semántica siempre que no mostremos que la comprehensión de las expresiones polívocas o simbólicas es un momento de la comprehensión de sí... Pero el sujeto que se interpreta al interpretar los signos ya no es el cogito: es un existente que descubre por la exégesis de su vida que ha puesto en el ser antes incluso de que él se ponga y se posea. Así la hermenéutica descubriría una manera de existir que permanecería en su totalidad «ser interpretado»”.
Al mismo tiempo, al referir la interpretación de los “sentidos escondidos” esencialmente a la exégesis, al conservar el análisis como una exégesis de su propia vida, Ricoeur marcó la unión que se establece con la filosofía de las religiones y, de una manera general, con el pensamiento religioso. No obstante, el cristiano y el humanista deciden aceptar este volver a poner en cuestión de modo fundamental la conciencia que es el psicoanálisis. De éste, escribió Ricoeur, hay que esperar “una verdadera destitución de la problemática clásica del sujeto como conciencia... La lucha contra el narcisismo —equivalente freudiano del falso cogito— conduce a descubrir el enraizamiento del lenguaje en el deseo, en las pulsiones de la vida. El filósofo que se entrega a este duro aprendizaje practica una verdadera ascesis de la subjetividad, se deja desposeer del origen del sentido...”
Dura lección, duro aprendizaje para el filósofo de la reflexión clásica, pero que, a fin de cuentas, se articula con la nostalgia filosófica siempre presente de la ontología y, por ello, de la vida: “Es, efectivamente, a través de la crítica de la conciencia como el psicoanálisis apunta hacia la ontología.” Ahora bien, “la ontología es la tierra prometida para una filosofía que empieza por el lenguaje y por la reflexión; pero, como Moisés, el sujeto parlante y reflexivo puede percibirlo sólo antes de morir.”
Característico del pensamiento de Ricoeur es una actitud esencialmente “afirmativa” frente al “negativismo” de algunos filósofos existenciales o existencialistas. Fundamental en el pensamiento de Ricoeur es la relación entre la conciencia y el cuerpo, lo que le ha llevado a una fenomenología del cuerpo y a un análisis de la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo.
Ricoeur es un eterno insatisfecho epistemológico, porque ningún sistema le resulta totalmente satisfactorio. A pesar de todo, Ricoeur se atreve a ser optimista desde la fe, que es una vivencia constante en él.
Miembro de la Iglesia Reformada Francesa, la fe es parte de su filosofía de la esperanza, que en ningún momento es una forma de evasión o ilusión. Para Ricoeur, la tarea actual consiste en asumir justamente nuestra secularización*, las preguntas del hombre moderno, las credulidades e incredulidades del hombre de nuestra época, de nuestra era tecnológica, en la cual se ha producido la desacralización del mundo, y a la vez la conquista de la racionalidad y la responsabilidad. Colaboró con la revista protestante Christianisme Social y con la católica Esprit, fundada por E. Mounier.
A Ricoeur le interesa descifrar con claridad y profundidad la cuestión de la existencia humana. Por eso no acepta el apelativo de filósofo cristiano, sino de cristiano que hace filosofía.
Su obra es una filosofía de la voluntad, que va de una fisiología del querer en Le volontaire et l’involuntaire (Lo voluntario y lo involuntario, 1950), a una ética y hasta una metafísica del querer en Finitude et culpabilité (Finitud y culpabilidad, 1960).
Su contribución más importante sigue siendo su confrontación con el psicoanálisis y su reflexión de fenomenólogo sobre Freud. En 1965, apareció De l’interpretation. Essai sur Freud (De la interpretación. Ensayo sobre Freud) en el que, enfrentándose al problema del símbolo toma a Freud como ejemplo. Concebía entonces el psicoanálisis como una especie de ascesis de la reflexión filosófica que le permitía eliminar las ilusiones de la conciencia. Freud fue igualmente un maestro de la acción, en la medida en que enseñó una especie de educación perpetua en la realidad. Lacan y su círculo hicieron lo posible para ridiculizarlo, tachándole de espiritualista. Fruto de estas agrias polémicas es Le conflit des intérprétations (El conflicto de las interpretaciones, 1969) que reúne unos ensayos hermenéuticos, en realidad realizados durante diez años, dio posiblemente el panorama más vasto y más exacto de su pensamiento. Y, en primer lugar, la filiación con respecto a Heidegger y a Husserl, gracias a los que el problema de la comprensión y del conocimiento histórico dejó de ser una simple cuestión de método para convertirse en un problema ontológico: “La cuestión de la historicidad ya no es la del conocimiento histórico concebido como método; ésta designa la manera en que lo existente “está con” los existentes; la comprensión más la réplica de las ciencias del espíritu a la explicación naturalista; se refiere a una manera de estar junto al ser, un estar previo al encuentro de estados particulares. A la vez, el poder de la vida para distanciarse libremente con respecto a ella misma, para trascender, se convierte en una estructura del ser finito. Si el historiador puede medirse con la cosa misma, igualarse a lo conocido, es porque él y su objeto son ambos históricos. La explicación de este carácter histórico es previa a toda metodología. Lo que era un hito para la ciencia —saber la historicidad del ser— se convierte en una constitución del ser. Lo que era una paradoja —saber la pertenencia del intérprete con respeto a su objeto— se convierte en un rasgo ontológico.
De este modo, a partir de allí, Ricoeur definió su propio pensamiento, su propia hermenéutica: “Queda en el aire una dilucidación simplemente semántica siempre que no mostremos que la comprehensión de las expresiones polívocas o simbólicas es un momento de la comprehensión de sí... Pero el sujeto que se interpreta al interpretar los signos ya no es el cogito: es un existente que descubre por la exégesis de su vida que ha puesto en el ser antes incluso de que él se ponga y se posea. Así la hermenéutica descubriría una manera de existir que permanecería en su totalidad «ser interpretado»”.
Al mismo tiempo, al referir la interpretación de los “sentidos escondidos” esencialmente a la exégesis, al conservar el análisis como una exégesis de su propia vida, Ricoeur marcó la unión que se establece con la filosofía de las religiones y, de una manera general, con el pensamiento religioso. No obstante, el cristiano y el humanista deciden aceptar este volver a poner en cuestión de modo fundamental la conciencia que es el psicoanálisis. De éste, escribió Ricoeur, hay que esperar “una verdadera destitución de la problemática clásica del sujeto como conciencia... La lucha contra el narcisismo —equivalente freudiano del falso cogito— conduce a descubrir el enraizamiento del lenguaje en el deseo, en las pulsiones de la vida. El filósofo que se entrega a este duro aprendizaje practica una verdadera ascesis de la subjetividad, se deja desposeer del origen del sentido...”
Dura lección, duro aprendizaje para el filósofo de la reflexión clásica, pero que, a fin de cuentas, se articula con la nostalgia filosófica siempre presente de la ontología y, por ello, de la vida: “Es, efectivamente, a través de la crítica de la conciencia como el psicoanálisis apunta hacia la ontología.” Ahora bien, “la ontología es la tierra prometida para una filosofía que empieza por el lenguaje y por la reflexión; pero, como Moisés, el sujeto parlante y reflexivo puede percibirlo sólo antes de morir.”
Característico del pensamiento de Ricoeur es una actitud esencialmente “afirmativa” frente al “negativismo” de algunos filósofos existenciales o existencialistas. Fundamental en el pensamiento de Ricoeur es la relación entre la conciencia y el cuerpo, lo que le ha llevado a una fenomenología del cuerpo y a un análisis de la distinción entre lo subjetivo y lo objetivo.
Ricoeur es un eterno insatisfecho epistemológico, porque ningún sistema le resulta totalmente satisfactorio. A pesar de todo, Ricoeur se atreve a ser optimista desde la fe, que es una vivencia constante en él.
Miembro de la Iglesia Reformada Francesa, la fe es parte de su filosofía de la esperanza, que en ningún momento es una forma de evasión o ilusión. Para Ricoeur, la tarea actual consiste en asumir justamente nuestra secularización*, las preguntas del hombre moderno, las credulidades e incredulidades del hombre de nuestra época, de nuestra era tecnológica, en la cual se ha producido la desacralización del mundo, y a la vez la conquista de la racionalidad y la responsabilidad. Colaboró con la revista protestante Christianisme Social y con la católica Esprit, fundada por E. Mounier.
A Ricoeur le interesa descifrar con claridad y profundidad la cuestión de la existencia humana. Por eso no acepta el apelativo de filósofo cristiano, sino de cristiano que hace filosofía.