Kierkegaard, Søren
Filósofo y escritos danés, hijo de un pastor de ovejas, primero, y un próspero negociante en telas, después, nació en Copenhague (Dinamarca) en 1813, y pudo dedicarse por completo al estudio y la escritura gracias a la pequeña fortuna que, al morir, le dejó su padre en herencia. Estudió teología y se doctoró en la misma, pero nunca llegó a ejercer de pastor, ni siquiera a ordenarse, debido a la oposición de las autoridades eclesiales.
En Kierkegaard encontramos un testigo de la verdad evangélica, un alma quebrantada que sufre y padece un terrible dolor oculto: la convicción de que ni la Iglesia ni los creyentes quieren atender al Evangelio. Kierkegaard siempre se consideró a sí mismo un “espía al servicio de Dios”, un Dios que descubre el pecado de la Cristiandad, llamarse cristiana sin serlo.
En 1850 Kierkegaard dio a conocer Ejercitación del cristianismo, que contiene un velado ataque a las jerarquías eclesiásticas, en especial al obispo Jacob Pier Mynster, a quienes acusa de acomodaticios y estar excesivamente influidos por el hegelianismo. El cristianismo, dice, sólo puede practicarse a imitación de Cristo.
Casi ignorado filosófica y teológicamente en su día, Kierkegaard fue descubierto a partir de 1914, cuando la Primera Guerra Mundial despertó a los hombres de sus sueños e ilusiones de buena voluntad entre los hombres nacidos bondadosos. Kierkegaard enfatiza el pecado y gracia, que no se vive en masa sino como individuos. A Cristo, dice, no se le sigue como sociedad —aunque sea eclesial—, sino como individuo, por experiencia personal. La fe es un acto individual. Lo que Kierkegaard pregona es la vieja enseñanza de Lutero, la vuelta al cristianismo del “sígueme tú”. “¡Deja de ser un número y sé tú mismo”, exclama Kierkegaard.
Frente a la crítica del racionalismo ilustrado, Kierkegaard defenderá un cristianismo de base vivencial. “La lucha por el cristianismo no podrá continuar siendo la lucha por una doctrina, sino será una lucha por la existencia”. “Me pareció que la Providencia extendía sobre mí la mano y me decía: Tu tarea es llamar la atención hacia el cristianismo... El cristianismo se ha desvanecido tanto en el mundo, que ante todo hay que hacerse una concepción exacta de él” (Diario, 1840).
A partir del dato revelado Kierkegaard desafía el pensamiento en boga en sus días, y conduce a los hombres a pensar en sí mismos, no como seres humanos que quedan absorbidos y disueltos en la raza, sino como hombres individuales, que existen concretamente por un acto creativo de Dios. “La raza humana, el notable rasgo de que, justamente porque cada individuo está creado a imagen de Dios, el individuo único es superior a la especie” (Diario, 1850).
Muchos filósofos habían hecho del hombre un género animal, ya que sólo en los animales el género es superior al individuo. El género humano tiene, en cambio, la característica de que el individuo es superior al género. Esta es, según Kierkegaard, la enseñanza fundamental del cristianismo y es el punto en que hay que entablar la batalla contra la filosofía hegeliana y, en general, contra toda filosofía que se valga de la reflexión objetiva. Kierkegaard considera como aspecto esencial de la tarea que se ha propuesto, la inserción de la persona individual, con todas sus exigencias, en la investigación filosófica. “Hay pecado cuando delante de Dios, o teniendo la idea de Dios, uno no quiere desesperadamente ser sí mismo” (La enfermedad mortal, II, I).
El pensamiento central y decisivo de Kierkegaard respecto al cristianismo es el de que cada creyente individual puede y debe llegar a ser contemporáneo de Cristo. La Encarnación es un hecho histórico y, por lo tanto, un objeto adecuado de fe. Pero no es un acontecimiento histórico corriente, sino la venida de lo eterno en el tiempo, el que Dios infinito haya tomado carne humana en una situación histórica real. Por eso puede aprehendérsele sólo por un acto de fe “de segundo grado”, o sea, la fe religiosa en sentido estricto. La naturaleza divina de Cristo no está de incógnito en Su naturaleza humana, en el sentido de que esté hábilmente escondida para todos, menos para las mentes filosóficas mejor adiestradas. Su presencia es más bien un misterio absoluto y una paradoja, inaccesible hasta para los intentos más ingeniosos y sublimes de la mera inteligencia natural; pero, no obstante, está al alcance de quien quiera que pida en la oración el poder para reconocerlo. La fe está del otro lado de la “muerte de la razón, o más bien, el franco reconocimiento de su incapacidad para aprehender esta verdad. Además, la fe viene como un don de Dios mismo; Él es quien da la condición especial para captar Su presencia encarnada. Kierkegaard llama “Instante” a la situación en la que un individuo recibe la fe para confesar la Encarnación, la presencia de Dios eterno como un hombre individual en la historia.
El significado de la contemporaneidad es proporcional al hecho histórico mismo. En el caso de la Encarnación, Kierkegaard distingue entre los creyentes y todos los demás interesados en el hecho; y sostiene que sólo el primer grupo es contemporáneo de Cristo en Su realidad histórica plena, y que todos los miembros de este grupo son igualmente contemporáneos de este acontecimiento teándrico, es creer en él. Así, no podría uno haber oído y visto a Cristo en la tierra sin llegar a creer en Él y, por lo tanto, sin participar en la verdad histórica de la Encarnación. Ese testigo ocular estaría a una distancia tan remota de Cristo como cualquier historiador o filósofo incrédulo de una época posterior. El ser contemporáneo de Cristo, como de un acontecimiento histórico cualquiera, es únicamente una ocasión para tener fe en Él, ocasión que se les dio tanto a quienes lo siguieron en la tierra como a los que lo condenaron a muerte. Pero los primeros se convirtieron en sus discípulos sólo porque creyeron en Él y sólo de esta manera fueron plenamente contemporáneos suyos.
Poco conocido y mal comprendido en su tiempo, porque denunciaba la progresiva racionalización del cristianismo y anunciaba la crisis que iba a atravesar, el pensamiento de Kierkegaard ha ejercido una acción vivificante sobre la mayor parte de los filósofos del siglo XX. Recuerda a los creyentes que el cristianismo sólo puede ser interior, que en su esencia es paradoja y escándalo. Esta exigencia de cristianismo interior le convierte en uno de los grandes místicos modernos. Como escribe el Dr. Demetrio G. Rivero: “A la grupa de tanta doctrina católica, tenía que venir Kierkegaard, precisamente él, para darnos de la caridad —entiéndase bien: en cuanto ésta es amor al prójimo— el tratado definitivo. Lo que en los tiempos modernos representan un san Juan de la Cruz con su Cántico espiritual, o la Llama del amor divino, y un san Francisco de Sales con su Tratado del amor de Dios, viene a representarlo Kierkegaard, también de forma soberana... Diremos que quizá sea también la primera filosofía práctica —con mucho de teología bíblica— acerca de las obras de la caridad... El máximo escritor cristiano de los cuatro siglos últimos y entre los primeros de todos los escritores de esos mismos siglos tan pródigos en escritores geniales”.
En Kierkegaard encontramos un testigo de la verdad evangélica, un alma quebrantada que sufre y padece un terrible dolor oculto: la convicción de que ni la Iglesia ni los creyentes quieren atender al Evangelio. Kierkegaard siempre se consideró a sí mismo un “espía al servicio de Dios”, un Dios que descubre el pecado de la Cristiandad, llamarse cristiana sin serlo.
En 1850 Kierkegaard dio a conocer Ejercitación del cristianismo, que contiene un velado ataque a las jerarquías eclesiásticas, en especial al obispo Jacob Pier Mynster, a quienes acusa de acomodaticios y estar excesivamente influidos por el hegelianismo. El cristianismo, dice, sólo puede practicarse a imitación de Cristo.
Casi ignorado filosófica y teológicamente en su día, Kierkegaard fue descubierto a partir de 1914, cuando la Primera Guerra Mundial despertó a los hombres de sus sueños e ilusiones de buena voluntad entre los hombres nacidos bondadosos. Kierkegaard enfatiza el pecado y gracia, que no se vive en masa sino como individuos. A Cristo, dice, no se le sigue como sociedad —aunque sea eclesial—, sino como individuo, por experiencia personal. La fe es un acto individual. Lo que Kierkegaard pregona es la vieja enseñanza de Lutero, la vuelta al cristianismo del “sígueme tú”. “¡Deja de ser un número y sé tú mismo”, exclama Kierkegaard.
Frente a la crítica del racionalismo ilustrado, Kierkegaard defenderá un cristianismo de base vivencial. “La lucha por el cristianismo no podrá continuar siendo la lucha por una doctrina, sino será una lucha por la existencia”. “Me pareció que la Providencia extendía sobre mí la mano y me decía: Tu tarea es llamar la atención hacia el cristianismo... El cristianismo se ha desvanecido tanto en el mundo, que ante todo hay que hacerse una concepción exacta de él” (Diario, 1840).
A partir del dato revelado Kierkegaard desafía el pensamiento en boga en sus días, y conduce a los hombres a pensar en sí mismos, no como seres humanos que quedan absorbidos y disueltos en la raza, sino como hombres individuales, que existen concretamente por un acto creativo de Dios. “La raza humana, el notable rasgo de que, justamente porque cada individuo está creado a imagen de Dios, el individuo único es superior a la especie” (Diario, 1850).
Muchos filósofos habían hecho del hombre un género animal, ya que sólo en los animales el género es superior al individuo. El género humano tiene, en cambio, la característica de que el individuo es superior al género. Esta es, según Kierkegaard, la enseñanza fundamental del cristianismo y es el punto en que hay que entablar la batalla contra la filosofía hegeliana y, en general, contra toda filosofía que se valga de la reflexión objetiva. Kierkegaard considera como aspecto esencial de la tarea que se ha propuesto, la inserción de la persona individual, con todas sus exigencias, en la investigación filosófica. “Hay pecado cuando delante de Dios, o teniendo la idea de Dios, uno no quiere desesperadamente ser sí mismo” (La enfermedad mortal, II, I).
El pensamiento central y decisivo de Kierkegaard respecto al cristianismo es el de que cada creyente individual puede y debe llegar a ser contemporáneo de Cristo. La Encarnación es un hecho histórico y, por lo tanto, un objeto adecuado de fe. Pero no es un acontecimiento histórico corriente, sino la venida de lo eterno en el tiempo, el que Dios infinito haya tomado carne humana en una situación histórica real. Por eso puede aprehendérsele sólo por un acto de fe “de segundo grado”, o sea, la fe religiosa en sentido estricto. La naturaleza divina de Cristo no está de incógnito en Su naturaleza humana, en el sentido de que esté hábilmente escondida para todos, menos para las mentes filosóficas mejor adiestradas. Su presencia es más bien un misterio absoluto y una paradoja, inaccesible hasta para los intentos más ingeniosos y sublimes de la mera inteligencia natural; pero, no obstante, está al alcance de quien quiera que pida en la oración el poder para reconocerlo. La fe está del otro lado de la “muerte de la razón, o más bien, el franco reconocimiento de su incapacidad para aprehender esta verdad. Además, la fe viene como un don de Dios mismo; Él es quien da la condición especial para captar Su presencia encarnada. Kierkegaard llama “Instante” a la situación en la que un individuo recibe la fe para confesar la Encarnación, la presencia de Dios eterno como un hombre individual en la historia.
El significado de la contemporaneidad es proporcional al hecho histórico mismo. En el caso de la Encarnación, Kierkegaard distingue entre los creyentes y todos los demás interesados en el hecho; y sostiene que sólo el primer grupo es contemporáneo de Cristo en Su realidad histórica plena, y que todos los miembros de este grupo son igualmente contemporáneos de este acontecimiento teándrico, es creer en él. Así, no podría uno haber oído y visto a Cristo en la tierra sin llegar a creer en Él y, por lo tanto, sin participar en la verdad histórica de la Encarnación. Ese testigo ocular estaría a una distancia tan remota de Cristo como cualquier historiador o filósofo incrédulo de una época posterior. El ser contemporáneo de Cristo, como de un acontecimiento histórico cualquiera, es únicamente una ocasión para tener fe en Él, ocasión que se les dio tanto a quienes lo siguieron en la tierra como a los que lo condenaron a muerte. Pero los primeros se convirtieron en sus discípulos sólo porque creyeron en Él y sólo de esta manera fueron plenamente contemporáneos suyos.
Poco conocido y mal comprendido en su tiempo, porque denunciaba la progresiva racionalización del cristianismo y anunciaba la crisis que iba a atravesar, el pensamiento de Kierkegaard ha ejercido una acción vivificante sobre la mayor parte de los filósofos del siglo XX. Recuerda a los creyentes que el cristianismo sólo puede ser interior, que en su esencia es paradoja y escándalo. Esta exigencia de cristianismo interior le convierte en uno de los grandes místicos modernos. Como escribe el Dr. Demetrio G. Rivero: “A la grupa de tanta doctrina católica, tenía que venir Kierkegaard, precisamente él, para darnos de la caridad —entiéndase bien: en cuanto ésta es amor al prójimo— el tratado definitivo. Lo que en los tiempos modernos representan un san Juan de la Cruz con su Cántico espiritual, o la Llama del amor divino, y un san Francisco de Sales con su Tratado del amor de Dios, viene a representarlo Kierkegaard, también de forma soberana... Diremos que quizá sea también la primera filosofía práctica —con mucho de teología bíblica— acerca de las obras de la caridad... El máximo escritor cristiano de los cuatro siglos últimos y entre los primeros de todos los escritores de esos mismos siglos tan pródigos en escritores geniales”.