Paley, William "Guillermo"
William "Guillermo" Paley fue teólogo anglicano. Estudió en Cambridge, donde llegó a ser profesor de filosofía y teología en el Christ’s College. No era un pensador original, pero era un comunicador erudito y claro. Es muy conocido su argumento del designio para probar la existencia de Dios. Con gran lujo de detalles lo expone en su Teología natural (1802), donde introduce la metáfora más famosa de la filosofía de la ciencia, la imagen del relojero. El reloj es un universo en miniatura, cada parte forma del todo de un modo tan preciso que marca regularmente los minutos y horas de cada día. Cada parte ha sido fabricada por separado, moldeada a su manera y colocada en el lugar exacto para producir el movimiento de su maquinaria. Si así no fuera el reloj no serviría de nada. El movimiento de las piezas del reloj evidencia una mente inteligente que lo ha diseñado y construido. El reloj como tal no se ha hecho solo, en algún tiempo pasado fue creado por uno o varios artífices con el propósito definido de señalar las horas. Por su uso deducimos su construcción y diseño.
Los organismos viviente, continúa Paley, son mucho más complicados que los relojes, en un grado tal que sobrepasan todo cálculo. ¿Cómo, entonces, explicar la asombrosa adaptación de animales y plantas en una simbiosis casi perfecta? Sólo la hipótesis de un diseñador inteligente puede haberlos creado, porque sólo un relojero inteligente puede hacer un reloj.
Las marcas del diseño en la naturaleza son tan evidentes que no se pueden pasar por alto, dice. El diseño de todo cuanto existe exige la existencia de un diseñador. Este diseñador no es otro que la persona de Dios. Y si Dios ha cuidado con tanto detalle la naturaleza, hasta el organismo más humilde e insignificante, mucho más cuidará de la humanidad. No hay, dice, razones para tener miedo de que vayamos a ser olvidados o abandonados.
El argumento del diseño había sido particularmente atacado por David Hume, 23 años antes, en su libro Diálogos sobre la religión natural (1779), y en la actualidad por el científico evolucionista Richards Dawkins (El relojero ciego, Labor, Barcelona 1988). Es un argumento que hoy goza de mucho predicamento, excepto por la apologética popular.
En 1782, Paley fue nombrado arcediano de Carlisle y, ya renombrado como escritor y conferencista, amasó una buena fortuna que le permitió vivir cómodamente. Su obra Una mirada a las evidencias del cristianismo (1794) ganó tal prestigio que, por más de un siglo, llegó a ser asignatura obligatoria para poder entrar en la Universidad de Cambridge. Su definición de la virtud era "hacer bien a la humanidad, en obediencia a la voluntad de Dios, y en atención a la felicidad eterna."
Los organismos viviente, continúa Paley, son mucho más complicados que los relojes, en un grado tal que sobrepasan todo cálculo. ¿Cómo, entonces, explicar la asombrosa adaptación de animales y plantas en una simbiosis casi perfecta? Sólo la hipótesis de un diseñador inteligente puede haberlos creado, porque sólo un relojero inteligente puede hacer un reloj.
Las marcas del diseño en la naturaleza son tan evidentes que no se pueden pasar por alto, dice. El diseño de todo cuanto existe exige la existencia de un diseñador. Este diseñador no es otro que la persona de Dios. Y si Dios ha cuidado con tanto detalle la naturaleza, hasta el organismo más humilde e insignificante, mucho más cuidará de la humanidad. No hay, dice, razones para tener miedo de que vayamos a ser olvidados o abandonados.
El argumento del diseño había sido particularmente atacado por David Hume, 23 años antes, en su libro Diálogos sobre la religión natural (1779), y en la actualidad por el científico evolucionista Richards Dawkins (El relojero ciego, Labor, Barcelona 1988). Es un argumento que hoy goza de mucho predicamento, excepto por la apologética popular.
En 1782, Paley fue nombrado arcediano de Carlisle y, ya renombrado como escritor y conferencista, amasó una buena fortuna que le permitió vivir cómodamente. Su obra Una mirada a las evidencias del cristianismo (1794) ganó tal prestigio que, por más de un siglo, llegó a ser asignatura obligatoria para poder entrar en la Universidad de Cambridge. Su definición de la virtud era "hacer bien a la humanidad, en obediencia a la voluntad de Dios, y en atención a la felicidad eterna."
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