Gregorio Nacianceno
Uno de los tres escritores eclesiásticos del siglo IV llamados capadocios, por su localización geográfica. Siendo estudiante en Atenas estableció gran amistad con Basilio de Cesarea, la figura principal de los capadocios en la lucha contra el arrianismo. Por cierto, tuvieron también como condiscípulo al que había de ser emperador romano, conocido por Julián el Apóstata, debido a que renegó de la fe cristiana para intentar devolver la vida a la religión muerta del paganismo.
Vuelto a Capadocia, Gregorio se sometió de mala gana a ser ordenado de presbítero para ayudar a su padre, el obispo de Nacianzo y, más tarde, fue consagrado obispo de Nacianzo, también de mala gana, para ayudar a Basilio, entonces obispo metropolitano de Cesarea. A la muerte de Basilio (379), fue llamado a pastorear el pequeño remanente de cristianos ortodoxos de Constantinopla, la capital del imperio de Oriente. Su brillante oratoria y la providencial ascensión al imperio de Teodosio I produjeron el triunfo de la ortodoxia en Constantinopla, de cuya sede fue nombrado obispo con el beneplácito del emperador. Asistió al Concilio de Constantinopla (381) y, poco después, renunció a la sede y se retiró de nuevo a Capadocia.
Más aún que por su oratoria, el prestigio de Gregorio se basa en sus sermones sobre la Trinidad, donde defiende enérgicamente tanto la deidad del Hijo como la del E. Santo y explica ya la doctrina trinitaria en términos de relaciones mutuas dentro de una naturaleza única: “Lo propio del Padre es esto, que no es engendrado, del Hijo que es el engendrado, y del Espíritu que es el que procede” (sermón 25).
En cristología, Gregorio se opuso también a las enseñanzas monofisitas de Apolinar, quien sostenía que el Verbo había tomado un cuerpo humano, pero sin alma, la cual era suplida por el mismo Verbo. Gregorio arguyó contra él que “lo que no ha sido asumido no puede ser sanado” (Epist. 101).
Vuelto a Capadocia, Gregorio se sometió de mala gana a ser ordenado de presbítero para ayudar a su padre, el obispo de Nacianzo y, más tarde, fue consagrado obispo de Nacianzo, también de mala gana, para ayudar a Basilio, entonces obispo metropolitano de Cesarea. A la muerte de Basilio (379), fue llamado a pastorear el pequeño remanente de cristianos ortodoxos de Constantinopla, la capital del imperio de Oriente. Su brillante oratoria y la providencial ascensión al imperio de Teodosio I produjeron el triunfo de la ortodoxia en Constantinopla, de cuya sede fue nombrado obispo con el beneplácito del emperador. Asistió al Concilio de Constantinopla (381) y, poco después, renunció a la sede y se retiró de nuevo a Capadocia.
Más aún que por su oratoria, el prestigio de Gregorio se basa en sus sermones sobre la Trinidad, donde defiende enérgicamente tanto la deidad del Hijo como la del E. Santo y explica ya la doctrina trinitaria en términos de relaciones mutuas dentro de una naturaleza única: “Lo propio del Padre es esto, que no es engendrado, del Hijo que es el engendrado, y del Espíritu que es el que procede” (sermón 25).
En cristología, Gregorio se opuso también a las enseñanzas monofisitas de Apolinar, quien sostenía que el Verbo había tomado un cuerpo humano, pero sin alma, la cual era suplida por el mismo Verbo. Gregorio arguyó contra él que “lo que no ha sido asumido no puede ser sanado” (Epist. 101).