Clemente De Alejandría
Tito Flavio Clemente, griego oriundo de Atenas, o al menos educado en ella, hijo de padres paganos pudientes, convertido al cristianismo no sabemos exactamente cómo ni cuándo, recorrió muchos lugares antes de asentarse en Alejandría. Lo único que podemos decir es que la trayectoria vital de Clemente es muy parecida a la de Justino, se acerca al cristianismo impulsado por el ejemplo de la pureza moral de sus seguidores y por el afán de saber sobre el tema Dios y el hombre. Necesidad espiritual y necesidad intelectual a la vez, que algún maestro cristiano supo remediar. Las palabras, dice Clemente, son descendientes del alma como los niños del cuerpo. “Por eso llamados padres a los que nos catequizado, puesto que la sabiduría es comunicativa y amiga de los hombres” (Stromata I,1,3). En tan alta estima pone Clemente la enseñanza de la verdad evangélica que la llega a comparar con una tarea de los ángeles. “La ciencia de la proclamación de la Palabra es en cierta medida labor angélica” (Strom., I,4,1). El que encontrare esa verdad, continúa, “obtiene los mejores bienes: el comienzo de la fe, el deseo de una conducta recta, el caminar hacia la verdad, el anhelo de la investigación, la huella del conocimiento; por decirlo brevemente, se le conceden los medios de la salvación. Además, quienes se alimentan auténticamente con las palabras de la verdad también reciben el viático para la vida eterna y le conceden alas para volar al cielo” (Strom. I, 4,2.3).
Clemente viajó por Italia, Siria, Palestina y Egipto. Para unos autores su conversión tuvo lugar durante uno de esos viajes al conocer a los que llama “hombres felices”, es decir, los maestros cristianos representantes de la más antigua tradición que estuvieron en contacto directo con los apóstoles. De entre ellos, uno era el Jónico, que vivía en Grecia; otros dos habitaban en la Gran Grecia, uno era oriundo de Siria, otro de Egipto y otros eran de Oriente, de Asiria y de Palestina (Strom., I,11,2), difíciles de identificar.
Sus escritos nos hacen suponer que fue iniciado en algunos ritos de los cultos de misterios, tan de moda en aquellos días. Pero es evidente la filosofía era lo más importante de su formación académica y humana. Todo lo que había recibido de ella lo puso a los pies Cristo, para, como Pablo, “refutar argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Cor. 10:5).
Mientras que Tertuliano y Cipriano contendían valientemente por un cristianismo digno de respeto en Cartago, una lucha similar tenía lugar en Alejandría. Como bien señala Shirley Jackson Case, el movimiento hacia la admisión de la respetabilidad intelectual del cristianismo, fue iniciado en Egipto por los maestros gnósticos de Alejandría, los conocidos Basílides, Valentín y Carpócrates, entre otros, que tenían allí numerosos e influyentes discípulos y cuyas escuelas filosófico-religiosas sirvieron de modelo a las primeras escuelas cristianas. La Iglesia en general rechazó los esfuerzos de los gnósticos, como un movimiento “liberal” que ponía en peligro los fundamentos de la fe. No obstante, la Iglesia tuvo que hacer frente al reto intelectual que se le venía encima y fueron precisamente los alejandrinos, Panteno, Clemente, Orígenes, quienes lideraron la empresa desde una perspectiva ortodoxa. Sin caer en los errores de los herejes, y sin menospreciar la fe sencilla de los creyentes sin cultura ni educación, Clemente fue capaz de ofrecer un modo de gnosis cristiana que satisficiera a propios y extraños.
Clemente viajó por Italia, Siria, Palestina y Egipto. Para unos autores su conversión tuvo lugar durante uno de esos viajes al conocer a los que llama “hombres felices”, es decir, los maestros cristianos representantes de la más antigua tradición que estuvieron en contacto directo con los apóstoles. De entre ellos, uno era el Jónico, que vivía en Grecia; otros dos habitaban en la Gran Grecia, uno era oriundo de Siria, otro de Egipto y otros eran de Oriente, de Asiria y de Palestina (Strom., I,11,2), difíciles de identificar.
Sus escritos nos hacen suponer que fue iniciado en algunos ritos de los cultos de misterios, tan de moda en aquellos días. Pero es evidente la filosofía era lo más importante de su formación académica y humana. Todo lo que había recibido de ella lo puso a los pies Cristo, para, como Pablo, “refutar argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Cor. 10:5).
Mientras que Tertuliano y Cipriano contendían valientemente por un cristianismo digno de respeto en Cartago, una lucha similar tenía lugar en Alejandría. Como bien señala Shirley Jackson Case, el movimiento hacia la admisión de la respetabilidad intelectual del cristianismo, fue iniciado en Egipto por los maestros gnósticos de Alejandría, los conocidos Basílides, Valentín y Carpócrates, entre otros, que tenían allí numerosos e influyentes discípulos y cuyas escuelas filosófico-religiosas sirvieron de modelo a las primeras escuelas cristianas. La Iglesia en general rechazó los esfuerzos de los gnósticos, como un movimiento “liberal” que ponía en peligro los fundamentos de la fe. No obstante, la Iglesia tuvo que hacer frente al reto intelectual que se le venía encima y fueron precisamente los alejandrinos, Panteno, Clemente, Orígenes, quienes lideraron la empresa desde una perspectiva ortodoxa. Sin caer en los errores de los herejes, y sin menospreciar la fe sencilla de los creyentes sin cultura ni educación, Clemente fue capaz de ofrecer un modo de gnosis cristiana que satisficiera a propios y extraños.
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