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Catalina De Siena

Catalina De Siena
Mística y terciaria dominicana, nacida en Siena, el 25 de Marzo de 1347. Penúltima de una familia numerosa, su padre, Giacomo di Benincasa, era tintorero; su madre, Lapa, hija de un poeta del pueblo. Pertenecían a la clase media-baja de la facción de mercaderes y pequeños notarios, conocidos como "el Partido de los Doce", que entre una revolución y otra formó la República de Siena desde 1355 hasta 1365.

En verdad llamada Caterina Benincasa, es probable que aprendiera a leer a temprana edad pero no pudo escribir hasta que llegó a adulta. Desde su infancia Catalina empezó a tener visiones y a practicar austeridades extremas. A la edad de siete años consagró su virginidad a Cristo; a los dieciséis años tomó el hábito de los Terciarios Dominicanos, y renovó la vida de anacoretas del desierto en un pequeño cuarto de la casa de su padre. Después de tres años de visitas celestiales y una conversación familiar con Cristo, experimentó la experiencia mística conocida como los "esponsales espirituales", probablemente durante el carnaval de 1366. Luego ella, viviendo con su familia, empezó a atender a los enfermos, especialmente aquellos infectados con las enfermedades más repulsivas, a servir a los pobres y trabajar por la conversión de los pecadores. A pesar de siempre sufrir terrible dolor físico, vivir largos intervalos de tiempo sin comer nada. Todos sus contemporáneos atestiguan su extraordinario encanto personal, que prevalecía sobre las continuas persecuciones de que era objeto incluso por los frailes de su propia orden y sus hermanas en religión. Empezó a reunir discípulos alrededor suyo, hombres y mujeres, quienes formaban una maravillosa confraternidad espiritual, unida a sí por los lazos de amor místico. Durante el verano de 1370 ella recibió una serie de manifestaciones especiales de misterios divinos, que culminaron en un prolongado trance. Muy pronto comenzó a dictar cartas sobre temas espirituales, que le proporcionaron todavía más admiración. En 1374 Raymond de Capua, futuro rector general de la orden dominica, se convirtió en su director espiritual, quedando desde entonces asociado de forma estrecha a todas sus actividades.

En 1376 viajó a Aviñón para intervenir ante el papa Gregorio XI en nombre de Florencia, entonces en guerra con el pontificado. Aunque fracasó en esta misión, convenció al Papa de que regresara a Roma y concluyera el exilio en Aviñón de los papas. Catalina volvió a la contemplación y las obras de misericordia en Siena, y al mismo tiempo intentó promover la paz en Italia y una cruzada para recuperar Tierra Santa, uno de sus proyectos más queridos. Muy afligida por el gran Cisma de Occidente, que estalló en 1378, Catalina se adhirió con entusiasmo al reclamante romano, Urbano VI, quien en Noviembre de 1378 la llamó a Roma. Allí vivió hasta el final de sus días, trabajando esforzadamente por la reformación de la Iglesia, sirviendo al desvalido y al afligido, y enviando cartas elocuentes en nombre de Urbano. Después de una prolongada y misteriosa agonía de tres meses, llevada por ella con suprema exultación y gozo, desde el Sexagésimo Domingo hasta el Domingo antes de la Ascensión, murió. Su último trabajo político, efectuado prácticamente desde su lecho mortal, fue la reconciliación del Papa Urbano VI con la República Romana (1380).

Las obras de Santa Catalina de Siena figuran entre los clásicos de la lengua italiana, escritas en el hermoso toscano vernacular del siglo catorce. No obstante la existencia de numerosos excelentes manuscritos, las ediciones impresas presentan el texto en una frecuente condición mutilada y poco satisfactoria. Sus escritos consisten en el Diálogo o Tratado de la Divina Providencia; una colección de cerca de cuatrocientas cartas; y una serie de Oraciones.

El Diálogo especialmente, que trata de la totalidad de la vida espiritual del hombre en la forma de una serie de coloquios entre el Padre Eterno y el alma humana (representada por la misma Catalina), es la contraparte mística en prosa de la Divina Comedia de Dante.

La clave para la enseñanza de Catalina es que el hombre, ya sea en el claustro o en el mundo, debe habitar en la celda del auto-conocimiento, que es permanente, en la que el peregrino del tiempo a la eternidad debe nacer nuevamente.

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