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Alonso Lallave, Manrique

Alonso Lallave, Manrique
N. el 14 de febrero de 1839 en Fuente de San Esteban (Salamanca, España). Dedicado a la carrera eclesiástica con catorce años ingresó en un convento de los misioneros dominicos de ultramar. Terminó sus estudios en Manila y ejerció como párroco católica romano durante doce años en las Islas Filipinas, entonces bajo las autoridades españolas.

Alguien le mandó tratados protestantes desde España, en 1867. Entonces, sus convicciones religiosas experimentaron un cambio, que le costó la degradación y ser encerrado en un calabozo de un convento en Manila. Escribiendo sobre su conversión dijo: “Mis conocimientos algo extensos en materia de religión me han llegado a persuadir de los muchos y trascendentales errores de la Iglesia de Roma, de la que me he separado, libre y espontáneamente, sin más objeto que profesar la verdad, y sirviéndome de móvil la conducta antievangélica del clero romano en general y de los frailes en particular”.

Contra todo derecho, pues había socilitado la secularización, en base a una Orden del Ministerio de Ultramar, “después de mil iniquidades y atropellos” —como él mismo escribió—, bajo guardia se le remitió a la península para que compareciese ante un consejo eclesiástico. Al llegar a Singapur consiguió escapar. Así fue como apareció en Madrid en diciembre de 1871. Al año siguiente publica Los frailes en Filipinas, donde discurre sobre lo perjudicial de su estancia y pleno control para el progreso material y espiritual de los naturales, unos cinco o seis millones.

Tras ser examinado y aceptado por el Consistorio de la Iglesia Cristiana Española (que más tarde se dividiría entre Iglesia Evangélica Española e Iglesia Española Reformada Episcopal), el 9 de enero de 1873, ministró en las iglesias de Granada y Madrid por breves períodos de tiempo. Luego fue pastor en Sevilla de 1874 a 1888.

Sus predicaciones en el antiguo templo de los jesuitas las alternaba con visitas evangelísticas a la provincia de Sevilla, en especial a Osuna, Constantin, Carmona y Utrera. En esta última ciudad vio como se levantaba un próspera congregación en 1877.

Como bien dice uno de sus biógrafos, Patricio Gómez, “tenía una pluma fácil que manejó profusamente para la extensión y defensa del Evangelio”. Sus colaboraciones eran prácticamente semanales en La Luz de Madrid. Los temas bíblicos y los asuntos polémicos de actualidad que trató, demuestran claramente la amplitud de sus conocimientos y la oportunidad de sus escritos.

Su mayor contribución literaria, sorprendentemente olvidada, es un Diccionario Bíblico, en dos tomos, y con un total de 1149 páginas, publicado en Sevilla en 1880 (primera parte) y 1886 (segunda parte).

Mientras trabajaba en la obra anterior, fundó y dirigió El Mensajero Cristiano y Comentario Bíblico, revista mensual que apareció de 1881 a 1884. También tradujo los cuatro Evangelios y el libro de los Hechos al pangasinan filipino.

En repetidas ocasiones había escrito: “Extender el Evangelio en el archipiélago filipino es un asunto que debe interesar a todos los cristianos evangélicos, especialmente a los españoles”. Este llamamiento encontró respuesta en un joven catalán y en él mismo. Ambos, en respuesta a una petición de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, se ofrecieron en 1889 para distribuir las Sagradas Escrituras en las Islas Filipinas.

Pasó por Madrid, para ver impresa su citada traducción al panganisan y llegó, con F. de P. Castells a Manila el 30 de marzo de 1889. La oposición clerical les precedió y pronto pudo verse que Castells era expulsado del país y Alonso enterrado, tras sufrir ambos una misteriosa enfermedad. “Muchos —escribió un sobreviviente— estaban seguros que fue envenenado”.

Esta fue la noticia que recibieron su esposa, Carolina Ortíz Morilla y sus siete hijos, cuando se preparaban para reunirse con él. Sus palabras escritas poco antes de marchar a Manila, resultaron proféticas: “Hay que ir bien preparados de valor para sufrir la oposición de los frailes, que a alta de razones les sobran argumentos de otra clase para deshacerse de sus adversarios”.

Había regresado a Manila, porque él mismo escribió: “Necesitan aquellos indígenas ser educados en los principios del Evangelio, para que nazcan de nuevo y sean hechos nuevas criaturas en el orden moral y en el orden material; para su salvación eterna y para su regeneración social; para que puedan entrar en el reino de Dios y tener parte en el reino de la civilización moderna”.

Fuente: Gabino Fernández

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